Relato
en la Albufera
“… Aquí, en
su tiempo, en la Albufera se fraguaba algo más. Aquí, se reparaban sobre el
mismo lugar de laboreo las hoces que, en sus tiempos servían de herramientas y,
en otros momentos, de armas con las que ajustar cuentas atrasadas…”. “Así de
sombrío comenzaba el relato de un retirado arrocero de la Albufera. Ya desde la
infancia, hundía sus pequeños pies descalzos en el fangoso lecho de estos
arrozales, eran tiempos duros”.
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[…] Me
cuenta que, una vez, siendo él algo más alto que los tallos del arroz espigado;
oyó voces encendidas, y casi reptando entre las espigas para pasar
desapercibido, llegó hasta el lugar donde los hombres pujaban tercamente, como
dos carneros que son incapaces a retroceder ni un palmo.
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[…] Debido
a tal griterío, otros arroceros se fueron acercando al tumulto con el fin de
evitar que la cosa llegara a mayores, y la sangre pudiera tintar el hoy verde
arrozal. Bufando, ambos cedieron, o eso al menos le parecía a los presentes… aunque,
cuando se habían alejado lo suficiente, volvieron a girarse en un sincronismo
que, a los demás no les tenía que haber pasado desapercibido.
Él, seguía
apretujado contra el fangoso lecho, casi mimetizado por las manchas de agua
embarrada y… escuchó los improperios y amenazas que, entre labios iba
escupiendo el tiet Mascaró contra el Alfredo y los suyos; cuando todos habían
abandonado la zona, él seguía haciendo olitas en el agua y agitando las espigas
debido al temblor de su cuerpo.
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[…]
Así pues, pasado el tiempo, pero tampoco tanto; un atardecer en el que estaba
tendido en el verde caballón del margen, contemplando como la luz de la luna
comenzaba a tornar el dorado de las espigas, por un luminoso plateado; y
entonces, escuchó —así me lo cuenta— un:
—Ya
estamos aquí de nuevo…
—Cierto…
—Pues a lo
que vinimos… respondió el otro.
Él, aún no
había reconocido las voces, pues se hablaban tan cerca y tan próximas sus bocas
que, más que oír palabras, les oía mascullarlas y cuchichearlas. Al fijarme en
sus siluetas recortándose contra el plateado mar de la Albufera, observó la
rigidez de sus cuerpos, de sus brazos, y como si de sus dedos surgiesen cual
apéndices, dos prolongaciones curvadas… eran las hoces; entonces me di cuenta.
Aquellas palabras masculladas entre dientes, saliva y mala baba aquel día junto
a mí… no iban a ser en balde ¡Al final!, se iban a teñir de sangre las ahora
plateadas espigas y, nadie… nadie iba a poderlo evitar —así, que él seguía
tumbado para no ser visto como la vez anterior—.
… Al grito
de: ¡Malparit!, por parte de uno de ellos, y de ¡Lladre!, por parte del otro… Fue
la señal, para que ambos brazos armados se levantasen por encima de sus
respectivas cabezas, e intentar dar el cop de gràcia definitiu al contrario. La
luna iluminó, por un instante, los aún virginales filos en ese momento, luego…
describiendo un perfecto círculo de muerte; rasgaron e hicieron jirones una y otra vez el silencio
y la noche. —Así me lo cuenta— Mientras él seguía con la espalda pegada al
caballón del margen. No sólo fueron rasgados y jironados el silencio y la
noche, si no, también sufrieron ese efecto las ropas y alguna que otra
rasgadura, la piel de los contrincantes.
Los dos
adversarios, seguían lanzando, parando y esquivando golpes mortales… seguían a
lo suyo en medio de los chapoteos y las salpicaduras, que junto con las gotas
de sangre derramadas, habían empapado y teñido de otros colores ajenos a los suyos,
sus camisas, fajas y «zaragüelles»… las calcetas y espardeñas, hacía rato que no
se les veían o distinguían… pero ellos seguían a lo suyo, aunque de vez en
cuando parecía que se ralentizaban… como si tomasen un respiro, mas sólo era
eso… un ligero respiro. Es en éste punto —cuando ellos enfrascados y rodeados de
una aureola proporcionada por la luna, como ese foco que ilumina a los púgiles
en el ring—; la aldea, un poco lejana y recortada contra la oscuridad de la
noche por las luces de sus tres calles y de las casas. Es ahí, donde mi
narrador cesa bruscamente su relato para darnos un respiro.
…….....
Aprovechando
unas vacaciones por el Mediterráneo, y concretamente en Valencia para descansar
el cuerpo, y poder recuperar mi inspiración perdida. Los días pasan entre
paseos por sus playas con sus luces del amanecer y atardecer, por sus jardines, lugares y rincones con historia, que Valencia
muestra a sus visitantes. Por supuesto y
¡Cómo no!, disfrutar de esta gastronomía que me y nos ofrece.
Ya son
varios días en los que me muevo por esta tierra buscando algo que llevar al
papel. En uno de los desplazamiento por la tierra del arroz y, más concreto en
Sueca, tras «esmorzar» y mientras me deleitaba con un café “tocat” de coñac, mantenía
una «xerradeta» con «gent que havien» sido “llauradores”; el fin era buscar
información o nuevos temas… Pude, a través de la ventana del bar, observar una cercana
y pequeña placeta, con un naranjo en su centro como si fuera un gran monumento
dedicado a alguien… también vi sus tres bancos —para reposar los viandantes,
peatones o vecinos de portales adyacentes—, que dibujaban una especie de corona
a su en rededor. En uno de ellos, me llamó la atención la presencia de un
hombre, con la sensación de ser mayor de lo que su aspecto aparentaba. Narraba,
a quien se acercaba y quisiera escuchar sus relatos… ya fueran niños, curiosos,
o vecinos mientras toman el sol. Tuve la intuición de que ahí podría estar mi
nuevo libro. Tras varios días observándole… Y conociéndole en su rutina… pensé,
que un día me sentaría a su lado a escuchar sus historias, o vivencias; para
ver cuál es su temática, bien por si fueran ficticias o reales, o simplemente
eran una mezcla de ambas.
Al tercer
día, y tras una noche de dudas y cavilaciones, amanecí decidido a iniciar mi
libro, claro está, si el narrador me aceptaba como oyente. Así que ese día
–decidido- fui directamente a donde sabía que podía encontrarle… y
efectivamente, ahí estaba ya en su banco, con un caliqueño pendiente de sus
labios, su sombrero de paja —de un amarillo mortecino—, con su ala medio caída
hacia el rostro, por el tiempo y el uso que, le había hecho perder su rigidez;
y con una mirada entre perdida y gozosa, quizás por tener un nuevo oyente
dispuesto a escuchar todas y cada una de sus historias almacenadas en su
cabeza.
Así,
durante unas semanas… día a día, y tras el ritual del almuerzo y el tocat, de
esos pasos hacia su lado en el banco; de sacar mi bloc de notas, o mi
grabadora… estaba enganchado como los chicos a las chucherías. El tiempo,
ningún día fue el mismo, pero el calor y la humedad eran invariables. Por las
noches en mi cuarto, entre tantas notas… y mientras intentaba ordenar los
apuntes, que tan aprisa tomo, ya que él… habla, como si estuviera hablando con
esos amigos de siempre; saltando de tema en tema. Al final, acabo rendido y
casi sin poder acostarme en la cama… Un día descubrí, que tenía suficientes
apuntes como para escribir mi libro, me embargaba una tímida sonrisa –como la
Gioconda- enigmática.
98 Tras el punto y final, acabé de
trascribir el relato que día a día, o a ratos perdidos durante un par de
semanas, me fue proporcionando el Sr. Fuster. Cerré mi libreta y, mientras hacía esto, traté de ponerle cara
—sí, un rostro— a esos comentarios. En un recuerdo que hice pormenorizado a
todas las entrevistas, llegué a la conclusión que, sólo recordaba como el ala
del sombrero de paja cubría su entrecejo y que, por más que lo intentase, sólo
tenía vagas imágenes de él… pero donde destacaban sobre todo esos recuerdos eran
los sabores proporcionados por el continuo chupar o mascar de los «Caliqueños»
que se fumaba, por el humo blancuzco que exhalaba en cada calada… mientras
degustaba su café «tocat» y la absenta. Recuerdo todo, menos su rostro, que al
parecer nunca llegue a ver. Sí recuerdo sus manos, quemadas por el sol y la
intemperie, y llena de estigmas por la curvada hoja de la hoz; las piernas, de
las mismas formas y maneras que las manos… aunque los pies van embutidos en
unas espardeñas de cáñamo o esparto, no sabría definirlo, y atada a la pierna
con hilos del mismo material.
Ahora, en
mi ciudad de alojamiento, me atraen recuerdos de aquel verano. Aquella vida tan
fácil, pero sacrificada a la vez, pero tan llena de historias para contar y que os
iré relatando. Tras algún viaje posterior al lugar de las narraciones… busqué,
pero me fue imposible y ya nadie supo darme razón de aquel narrador oral como
los de antes, me dio pena, me hubiera gustado saludarle una vez más.
Celada
Juan Carlos
celada diez.